Detrás del mostrador de aquella pequeña botica de pueblo grande, –que era lo que no dejaba de ser Telde hace setenta años–, al pie de las campanas de San Gregorio que siempre guiaron su existencia, fue creciendo aquel delgado y dinámico joven del extrarradio que, paulatinamente, gracias a su seriedad, rigor y buen trato con los clientes, llegó a convertirse en una referencia imprescindible durante más de medio siglo de aquel negocio farmacéutico, soportando y adaptándose a los cambiantes modos sociales que acontecieron durante tan largo periplo.
Pero no sólo fue una persona apreciada en su trabajo. La vida también le tenía guardado tiempo para formar una familia con su amada Caru y para tener dos hijos que en la actualidad prorrogan su legado en el entrañable barrio de La Barranquera. Y, por supuesto, aún tuvo lugar para hacer amigos, –miles, me atrevería a decir–, y para echarse, de vez en cuando, la camisa por fuera en esas familiares taifas domingueras tan añoradas.
Y así, casi sin darse cuenta, fue marcando con su paso rápido y firme a toda una generación de Teldenses que disfrutaron de él y con él, dejando grabada su impronta de humor y bonhomía por todos los rincones que recorría desde la madrugada, incluso hasta después de jubilado. Jubilación de la que por cierto, pudo disfrutar poco, para su desgracia y la nuestra, dejando a unos deudos consternados por la levedad de la existencia.
Es así que en unas fechas tan señaladas en los antiguos Llanos de Jaraquemada, como son las fiestas de San Gregorio, que su recuerdo se torne imborrable a través del merecido homenaje que le efectúa su municipio constituye el mejor acto de justicia y recuerdo que su pueblo le pueda expresar.
Porque personas como Miguel Santana Mendoza, –y el resto de homenajeados–, son pueblo y construyen pueblo.
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