Mendigo, ya no es aquel
tan sólo que acepta el hambre.
Que sufre frío y calambre
como que ya es parte de él,
ni el que vive en el nivel
que hemos llamado cochambre.
¡Mendigos, hay infinitos!
Invisibles a los ojos,
porque llevan los despojos
colgados entre los gritos
de afónicos monolitos
donde guardan sus antojos.
-Mendigos- en sus mansiones
colmados de sus fortunas.
Ahogados en las lagunas
de sus propias condiciones,
sin rendir las posiciones
de su altivez en las dunas.
Mendigos de una ilusión
que aunque ruede en los caminos,
no se dan por peregrinos
ni arrodillan la emoción.
Su orgulloso corazón
es un alambre de espinos.
Mendigos de los abrazos
que derrama la ternura.
Limosneros de agua pura
de las bocas sin reemplazos…
Pedigüeños de balazos
de la palabra dulzura.
Mendigos, del ser sincero.
El que no conoce el necio
que paga por el aprecio
de un allantoso brasero.
Pues no es valor el dinero
para al amor poner precio.
Mendigos de honestidades
de esperanza y de consuelo,
que arrastran en lindo suelo
su cabanga y soledades
y no admiten las verdades
que les desnuda su anhelo.
Hambrientos de paz y gozo.
Saciados de sus ombligos.
Envidia de los postigos
en que la dicha es esbozo,
cuando hay feliz alborozo
en los veraces mendigos.
Mendigos del actual mundo
donde reina la avaricia,
envilece la codicia
y es superfluo lo profundo.
El aislamiento rotundo
de la lustrosa caricia.
Mendigos muertos en vida
que al tener todo, son nada.
Pega duro en la quijada
la desventura escondida.
“El oro con su acogida
deja al alma en la estacada”.
Guadalupe Santana Suárez
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